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Políticas de drogas y mujeres: una investigación sobre cómo la fiscalización internacional de drogas afecta a las mujeres

9 abril 2013
Inés Giménez

"En 1995, me sometí a una cura de “limpieza sanguínea” llamada “hemosorción”. Un tratamiento de tres días cuesta lo mismo que dos meses de salario promedio en Ucrania. Tres días más tarde, me dieron el alta de la unidad de cuidados intensivos con la sangre depurada....El dolor comenzó a desgarrarme el cuerpo.... Encontré drogas muy rápidamente y conseguí el primer resultado del ‘tratamiento’: una sobredosis. Esa noche me encontré en una sala de hospital, atada a la cama con sábanas y despertándome de la anestesia después de una operación imprevista. Sentía mucho dolor, por la operación y por los síntomas de abstinencia. Tenía todo el cuerpo roto...Les pedí (a los médicos y las enfermeras) que me dieran algún medicamento para el dolor, suplicándoles. Me respondieron: “Tenga paciencia. La culpa es suya”.

Este es uno de los testimonios recogidos en la investigación Políticas de drogas y mujeres: abordando las consecuencias negativas del control internacional de drogasdel Consorcio Internacional de Políticas sobre Drogas (IDPC). En ella se recogen algunas de las consecuencias dañinas de las actuales políticas de drogas para las productoras, proveedoras y usuarias de las mismas, se pone de manifiesto la “invisibilización” de las mujeres en los programas sobre drogas y se hacen una serie de recomendaciones a los gobiernos alentando la promoción de políticas públicas basadas en pruebas empíricas, políticas de reducción de daños, mayor inclusión social o promoción de modelos de desarrollo alternativo.

Y es que, a pesar de que en su Resolución 55/5, la Comisión de Estupefacientes se hizo eco de la CEDAW y de la Declaración de Beijing e instaba a los Estados de la ONU a adoptar medidas de control de drogas que respondan a las necesidades de las mujeres, todavía queda mucho por hacer. Más aún cuando la participación de las mujeres en la producción, transporte y consumo de drogas es creciente, y se da en un contexto de estigmatización, criminalización y falta de alternativas económicas. En esta coyuntura la vulneración de los derechos de las mujeres es mayor no sólo por su género, sino también por su situación económica o por su origen étnico.

Así, las políticas de drogas vigentes tienen consecuencias adversas para las personas cuya supervivencia depende de los cultivos considerados ilícitos. Aunque plantaciones como la dormidera generan ciertos ingresos domésticos en las zonas de producción, al ser mercados ilícitos y no regulados carecen de los mecanismos apropiados para asegurar que los campesinos y campesinas obtengan un precio justo por sus productos. Existen pocas evidencias de que su cultivo pueda conllevar un desarrollo rural sostenible y social. La erradicación de cultivos ilícitos en Vietnam, Afganistan o Pakistan tampoco parece haber sido la solución, causando sobretodo graves daños a las familias (desplazamiento, endeudamiento...) sin facilitar medios de vida alternativos realistas. Por otro lado, a menudo son los pequeños productores y traficantes, no los grandes beneficiarios de la producción, las que se enfrentan a la justicia penal.

Aunque no existen datos concretos sobre el aumento de la participación en actividades vinculadas con las drogas, en países como México el número de mujeres encarceladas por delitos federales ha aumentado un 400 por ciento en los últimos seis años. Muchas de estas mujeres encarceladas no alcanzan los 26 años y sólo un pequeño número de ellas logra cierta independencia socio-económica a través del comercio de las drogas. En Europa y Asia central, el 28 por ciento (aproximadamente 31.000), de la población penitenciaria femenina lo es debido a delitos de drogas. En general, las mujeres encarceladas sufren mayor falta de servicios de atención especializada, así como una doble vulnerabilidad, por su potencial condición de madres de familia.

Por otro lado, las usuarias de drogas corren mayores riesgos de sufrir violencia y violencia sexual por parte de sus parejas y viven mayores posibilidades que los hombres de contraer el VIH a través del uso de drogas inyectables: cuando se inyectan en compañía de hombres, las mujeres suelen ser ‘las últimas de la fila’. Por ejemplo, un estudio constató que en Mombasa, Kenia, la infección por VIH afectaba al 50 por ciento de todas las personas que se inyectan drogas, pero que la cifra alcanzaba el 85 por ciento en el caso específico de las mujeres que se inyectan drogas.

En el estudio también se subraya cómo el uso de drogas y el trabajo sexual están a menudo interrelacionados y los daños asociados con ambos pueden reforzarse mutuamente y como las usuarias de drogas embarazadas a menudo han sufrido políticas “estigmatizantes” fruto de los prejuicios asociados a la maternidad. Así, en EEUU comenzó a funcionar un programa de esterilización de mujeres usuarias de drogas o en Noruega, las mujeres embarazadas que son dependientes de drogas pueden ser encarceladas. Esta criminalización también pasa por la potencial retirada de la custodia de sus hijos e hijas a usuarias de drogas afectando a las mujeres de forma desproporcionada. Todo esto ha coartado el incremento de programas de reducción de daños sobre, por ejemplo, la transmisión vertical de VIH.

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