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Las cárceles colombianas: ¿desenfreno o descuido estatal?

30 agosto 2011

Razón Pública, 29 de agosto, 2011, Michael Reed Hurtado*

Política y gobierno

Hablar de una crisis y destituir funcionarios del INPEC son apenas aspavientos del gobierno. Las salidas que anuncia -construir más cárceles, privatizar su manejo, hacer mega-prisiones o reformar el Código Penitenciario- son salidas en falso. El problema va al fondo de la política penitenciaria, y es allí donde debe debatirse y resolverse: la cárcel solo puede ser el último recurso. Aspavientos y no acciones.

“La situación de las cárceles no es grave, es gravísima. Vivimos una situación macondiana”, dijo el 24 de agosto pasado Pablo Felipe Robledo, viceministro de Justicia, en un debate de control político sobre la situación de las prisiones colombianas promovido por el representante a la Cámara Iván Cepeda.

La declaración del viceministro contrasta con lo que dijera la administración de Uribe en el sentido de que todo estaba bajo control y que las cárceles del país eran modelo para el mundo.

La administración Santos parece asumir la situación de manera distinta: declara la gravedad, proclama crisis y hace escándalo. Sin embargo las soluciones que propone la administración actual no tienen mucho de nuevo:

  • más seguridad para las cárceles existentes,
  • más y mejores cárceles,
  • acabar con el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC),
  • adoptar un nuevo código carcelario y penitenciario.

Además, propone todo lo anterior a través de formas excepcionales de gobierno –como la propuesta de apelar a la emergencia social, que hizo el recién designado ministro de Justicia Juan Carlos Esguerra.

La situación de las prisiones es ciertamente dramática y requiere la adopción de medidas fuertes, pero no es crítica, sino crónica, y las propuestas planteadas no están orientadas a resolver los problemas estructurales.

Estamos ante una coyuntura que podría abrir espacios para aplicar una nueva lógica en la búsqueda de soluciones a problemas viejos. El gobierno debería dejar de gritar ¡crisis! y empezar a abordar de manera racional y a largo plazo los problemas de política criminal y carcelaria que tienen en jaque al sistema.

Un asunto estructural

Bien lo expresó en 2004 la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH), en un foro internacional sobre reforma carcelaria: “Difícilmente se puede asignar el apelativo de crisis a la situación actual, siendo que responde a una situación continua –se podría decir, incrustada– desde hace varios años. Una situación que es persistente e invariable deja, por naturaleza, de ser crisis y se torna en algo como un desequilibrio permanente, que pone en entredicho el cumplimiento de los deberes del Estado”.

La situación de las prisiones en Colombia es reprochable y lo ha sido durante décadas. Saltó a la luz pública en 1998, cuando a partir de una serie de acciones de tutela, la Corte Constitucional declaró el “estado de cosas inconstitucional” en las prisiones, en general, y en relación con el derecho a la salud, en particular.

En ese momento, manifestó la Corte: “Las cárceles colombianas se caracterizan por el hacinamiento, las graves deficiencias en materia de servicios públicos y asistenciales, el imperio de la violencia, la extorsión y la corrupción, y la carencia de oportunidades y medios para la resocialización de los reclusos. Esta situación se ajusta plenamente a la definición del estado de cosas inconstitucional. Y de allí se deduce una flagrante violación de un abanico de derechos fundamentales de los internos en los centros penitenciarios colombianos, tales como la dignidad, la vida e integridad personal, los derechos a la familia, a la salud, al trabajo y a la presunción de inocencia, etc…”. La Corte consideró que estas condiciones eran “motivo de vergüenza para un Estado que proclama su respeto por los derechos de las personas y su compromiso con los marginados”.

En relación con la salud, la Corte manifestó que el mal servicio vulneraba los derechos de los presos y ordenó “constituir o convenir un sistema de seguridad social en salud, bajo la modalidad subsidiada, que deberá estar operando plenamente en un término que no podrá exceder del 31 de marzo de 1999 y que cobije la totalidad de los centros de reclusión del país, para detenidos y condenados”.

La orden de la Corte no se cumplió y la situación del derecho a la salud es, justamente, una de las dimensiones más alarmantes en la actualidad –signada, además, por las fallas aceptadas en la ejecución del contrato de la Caja de Previsión Social de Comunicaciones (CAPRECOM).

Si bien los problemas y algunas de las medidas necesarias para resolverlos eran evidentes desde hace más de una década, las autoridades no prestaron mayor atención y lo que pasaba detrás de los muros se quedó detrás de los muros. De hecho, se perdió una oportunidad para hacer frente a la situación que hoy motiva un escándalo oficial. Esperemos que la administración Santos la encare de manera distinta.

Sin política coherente

La situación de las cárceles y la sobrepoblación están inevitablemente ligadas a la inflación punitiva y al olvido por parte del gobierno y de los legisladores de que la respuesta penal debería estar mediada por el principio de ultima ratio. Es decir, la respuesta penal debe ser excepcional ante la conflictividad social. Sin embargo, en Colombia, no hay problema social que se respete que no merezca la sugerencia de crear una nueva conducta penal o de endurecer las penas.

Los reclamos de protección y de seguridad de la ciudadanía casi siempre se materializan en la promesa de más cárcel para los perpetradores, sin explorar rumbos distintos que pueden ser más eficaces.

Acertadamente, en 2006, la Procuraduría General de la Nación expuso, como política institucional: “Sólo en la medida en que el subsistema penitenciario esté articulado con el sistema penal –y con la administración de justicia en general– y exista reflexividad intra e inter sistémica, podrá este subsistema, funcionar coherente y consistentemente con las finalidades del Estado social de derecho. De lo contrario se advierte un riesgo de incrustación de una situación crítica que se convierte en el statu quo, adjetivado por múltiples amenazas a la vigencia de los derechos de las personas sometidas a encierro penal”.

En ausencia de una política criminal, se instalará la lógica de la emergencia continua, respaldada por un estado de necesidad, que no permite abordar de manera técnica los problemas estructurales del subsistema carcelario.

¿Qué mide el hacinamiento?

El hacinamiento es, por excelencia, el indicador que permite detectar que algo anda mal en las prisiones. No es el mejor indicador, pero es el más conveniente.

El índice de hacinamiento resulta de comparar los cupos de detención habilitados con el número de personas detenidas. La utilidad del indicador depende básicamente de cómo se determinan los cupos disponibles: sólo si el dato corresponde al número de cupos efectivamente habilitados, el indicador tendrá sentido.

Por ejemplo, sistemas penitenciarios que se encuentran presionados por sobrepoblación tienden a hacer ejercicios fantásticos para inventar cupos informales, sin considerar necesidades humanas o necesidades del mismo sistema (tales como espacios para recreación, educación y trabajo).

El indicador de hacinamiento se puede predicar de establecimientos específicos o de un sistema en su conjunto. Para que sea válido, debe además referirse a la población o sub población de interés; por ejemplo, si no se ponderan los cupos habilitados para mujeres, nada dirá el indicador global sobre la situación de mujeres privadas de libertad.

Debajo de los promedios

De igual forma, si no se ponderan el tamaño de los distintos establecimientos y la población recluida en ellos, lo que resulta es un indicador global que esconde problemas drásticos. Ilustro el punto con un ejemplo.

Acepten hipotéticamente que hay un sistema carcelario compuesto por dos penales. En una cárcel, con 3.000 cupos habilitados, hay 6.000 personas detenidas. Este penal tiene un hacinamiento del 100 por ciento o una tasa de sobrepoblación de 200 por 100. La otra cárcel tiene 100 cupos y una población reclusa de 25 personas, es decir tiene una tasa de población de 25 por 100 o una tasa negativa de hacinamiento (-75 por ciento). Al hacer un promedio sin ponderación, resulta que este sistema hipotético tiene un hacinamiento del 12,5 por ciento, considerado aceptable por algunos.

El indicador no dice nada sobre el penal vetusto que somete a 6.000 personas a tratos crueles inhumanos y degradantes todos los días. El ejemplo es sencillo y debe escandalizar. Esto es lo que pasa todos los días con la cifra que nos presenta el INPEC.

El hacinamiento actual del sistema, reportado oficialmente, es de 32 por ciento. Esa cifra que, nuevamente, para algunos no es tan grave, esconde realidades crueles y degradantes. Por ejemplo, algunas prisiones como la Modelo en Bogotá, Bellavista en Medellín o Villahermosa en Cali tienen índices de sobrepoblación que duplican o hasta triplican su capacidad real. En ellas se encierra a poblaciones tan grandes como un pueblo entero y no hay quién las controle.

Manipulando las cifras

La situación es aún más grave cuando las cifras son objeto de más manipulación oficial. Por ejemplo, cuando hacía entrega de las cárceles el saliente ministro del Interior y de Justicia, Fabio Valencia Cossio, dijo en julio de 2011 que el hacinamiento era casi inexistente.

La administración Uribe no tuvo problema en falsear datos y calcular tasas de sobrepoblación sobre cupos imaginados o proyectados. Para cubrirse y explicar el “poquito hacinamiento” que dejaba su gestión, Valencia Cossio manifestó: “el hacinamiento en las cárceles del país […] es una muestra del éxito en el combate al crimen y un reflejo de la administración de una pronta y cumplida justicia.”

El gobierno Santos reconoció esta escandalosa manipulación de los datos, pero tampoco pasa nada. Además, el hecho de que el Ministerio del Interior y de Justicia lo reconozca no parece irradiar a toda la administración.

El actual director del INPEC, Mayor General Gustavo Ricaurte, declaró el pasado 17 de junio que en las cárceles colombianas no había hacinamiento. Dijo: “en términos académicos nosotros podemos decir que en Colombia no existe hacinamiento realmente. Lo que tenemos en Colombia es una superpoblación. Se podría hablar de hacinamiento en caso que las cárceles llegaran a doblar su capacidad instalada”.

No es claro a qué términos académicos se refiere el general ni quién lo está asesorando, pero aquí, en Estados Unidos y en China el hacinamiento es lo que es y genera inseguridad, no permite la aplicación de la ley, y provoca condiciones inhumanas y degradantes.

La sobrepoblación se determina a partir de una tasa de 100 por 100 o sea de una persona reclusa por cada cupo efectivamente habilitado. A partir de este punto, comienza el hacinamiento. No sigamos confundiendo.

¿Construir más cárceles?

Ante la sobrepoblación carcelaria, los gobiernos parecen tener una reacción invariable: más y mejores cárceles. Esta respuesta en cabeza del gobierno Santos tiene, además de típica, una dosis de irreflexión que preocupa. Desde el gobierno de Pastrana la única respuesta a la crisis ha sido la construcción de más cupos carcelarios.

El problema radica en que por más cárceles que se construyan no es posible responder a las entradas de personas al sistema carcelario. El viceministro Robledo reconoció el miércoles pasado que la población del sistema carcelario crece cada mes en aproximadamente 1.000 personas. Si seguimos así, a finales de la administración Santos estaremos llegando a unos 150.000 presos. No es claro que esto sea lo que se quiere.

Nuevamente, en la anterior crisis declarada, 2004, la OACNUDH advirtió: “La situación no puede ser abordada de manera aislada y la respuesta a la alarma incesante no debería limitarse a la construcción de nuevos cupos carcelarios. La situación debería ser abordada de manera integral, buscando que todos los aspectos que inciden en la generación y sostenimiento de la situación crítica sean atendidos por una política criminal coherente e informada por los principios del Estado de derecho y la garantía de los derechos humanos”.

Como agudamente destacó Loic Wacquant, un estudioso de la prisión: “el advenimiento del Estado penal no es una fatalidad. Existen caminos posibles para escapar del delirio maxi encarcelador que cree que todos los males de una sociedad se pueden contener en la prisión.”

¿Privatizar las cárceles?

La novedad en la respuesta de Santos consistiría en delegar a operadores privados la construcción, el mantenimiento y la administración de centros de reclusión. No lo hace por convencimiento –supuestamente– sino por necesidad. La solución se busca con la asesoría de algunos chilenos “por lo exitoso de ese modelo” y en convenio con la Corporación Andina de Fomento (CAF).

El modelo chileno no es exitoso y su aplicación a Colombia no es clara, dada la diferencia en el tipo de población que se alberga en las prisiones de ese país. Por otro lado, la CAF no tiene experiencia con prisiones y los esquemas de privatización de la prisión experimentan una dura crisis en Estados Unidos, el país que más jugó con ese modelo.

Todo parece estar alineándose para llevarnos a otro desastre, esta vez promovido por un supuesto estado de necesidad y el interés privado que busca ganancia en el encierro.

La construcción de centros carcelarios por empresas privadas no es algo nuevo. De hecho así se viene haciendo en Colombia desde hace años. Casi todos los penales construidos por privados están sumidos en escándalos por el uso de materiales inadecuados e incumplimiento de contratos. El caso más escandaloso es la preciada y venerada Penitenciaría Nacional de Valledupar, puesta en marcha en 2002; hoy venida a menos y con órdenes de cierre que no se cumplen.

Esta situación se extiende a los centros de reclusión que recibieron prensa antes del cierre del gobierno de Uribe. Magníficos centros de reclusión, se publicitó; hoy, el gobierno Santos reconoce que hay problemas de corrupción y que las estructuras entregadas tienen fallas que no permiten su funcionamiento adecuado.

El ministro Vargas Lleras anunció que se pondrá fin a la crisis del hacinamiento a través de la concentración en cinco “mega centros carcelarios” con capacidad para algo más de 4.500 personas cada uno. Las buenas prácticas carcelarias recomiendan la construcción de centros más pequeños, más humanos y más personales. La decisión colombiana va en
contravía: construir mega-cárceles. Como de costumbre, el mundo al revés.

¿Reformar el código?

La vida en prisión no ha sido regulada por los códigos. A partir de 1934, cuando se adoptó el primer código carcelario en Colombia, hay una tendencia a creer que a golpe de normas se define la cárcel.

Con el advenimiento del paradigma de la resocialización, el código fue rediseñado en 1964 y luego en 1993. Se esperaba, como ahora, que un código “moderno” resolviera la situación.

Pero la prisión responde a las realidades más que a las normas. Por su naturaleza, la cárcel es una institución que se rige por formas sociales de poder y dominación que se utilizan para controlar la vida de los involucrados (tanto los detenidos como aquellos que detienen). Las normas se apartan de la realidad y, difícilmente, cumplen una función reguladora. Por lo general, las prisiones viven en una sostenida situación de anomia.

Desde hace años hay tolerancia y aceptación generalizadas frente al incumplimiento de las normas básicas contenidas en el Código penitenciario y carcelario vigente, Ley 65 de 1993. La ley existe pero todos saben que no se puede cumplir.

Antes de iniciar un debate normativo, es conveniente hacer estudios serios que indiquen, por ejemplo, qué aspectos del actua.

Código carcelario no se cumplen y por qué.

Igualmente, sería conveniente contar con un ejercicio financiero que planteara para la discusión pública cuánto valdría la aplicación efectiva de la Ley 65. Idealmente, evitando la respuesta pragmática de decir cuánto cuesta la administración del sistema carcelario “bajo crisis”. Lo que se necesita es un informe técnico sobre los costos reales de administrar el encierro como manda la ley –esto es, cumpliendo con el debido proceso en la fase ejecutiva de la pena.

Además, antes de buscar un código “moderno” o “que responda a la situación actual” es conveniente hacer estudios de política criminal que planteen científicamente una proyección de la población carcelaria sobre la base de las decisiones que se han tomado y de las que se promueven.

No se puede hacer un Código carcelario sin saber para dónde va la agenda penal. Además, sería bueno explicitar cuál es la “modernidad” que demanda tanto cambio. No queda muy claro.

Un proyecto mediocre

Y, finalmente, el nuevo Código debe responder a una toma consciente de decisiones públicas. El proyecto de ley que actualmente cursa en la Cámara de Representantes es antitécnico, es un paso atrás en la agenda de protección de derechos humanos y resulta calculadamente ambivalente en los temas más gruesos de la administración penitenciaria. Sólo a manera de ejemplo, ninguna de las siguientes preguntas goza de una respuesta clara en el proyecto de ley que fue ya aprobado en la Comisión Primera de esta corporación:

  • ¿Se busca que la detención sea supervisada judicialmente, o se quieren dar poderes absolutos a la autoridad penitenciaria?
  • ¿Se quiere pasar de un modelo de tercerización de servicios a un modelo de privatización incentivado por el lucro de los agentes privados?
  • ¿Se quiere respetar la jurisprudencia constitucional en materia de derechos de los presos, o se quiere pasar a un régimen donde la doctrina de sujeción especial permite más o menos todo?
  • ¿Se quiere acabar con el INPEC, o este instituto será reformado?
  • ¿Se quiere resolver la situación de la salud en las cárceles mediante el sistema general de salud o a través de un sistema especial?
  • ¿Se busca que los municipios y los departamentos respondan por el costo del encierro e inclusive que tengan sus propios centros de reclusión, o se busca un sistema administrado y financiado centralmente?

Hay muchas otras preguntas, pero éstas son cruciales. La ambivalencia es una mala cualidad de las políticas, especialmente cuando el costo humano es tan serio.

No hay duda de que es necesario reformar el régimen penitenciario colombiano; sin embargo, la reforma no debe ser un fin en sí mismo y el ejercicio debe ser técnico y transparente. Evitemos otra crisis anunciada para dentro de seis años.

Que se siga debatiendo…

El mundo carcelario es complejo y, por lo general, no se debate. No hay mayor estímulo para un investigador sobre el tema cuando lo invitan a escribir, porque la opinión pública quiere saber. Pues hay tanto de qué hablar y los espacios son tan reducidos, que, en esta ocasión por ejemplo, sólo he alcanzado a presentar una glosa de los problemas actuales. Quedan muchos temas por tratar: por ejemplo, ¿son el INPEC y sus guardianes el meollo del problema? Advierto que no creo tal cosa, pero el desarrollo quedará para una próxima entrega.

* Socio e investigador de la Corporación Punto de Vista, una organización que pretende hacer aportes a la práctica y al debate público sobre la democracia, la justicia y los derechos humanos, mediante la producción de conocimiento especializado, interdisciplinario y aplicado. Columnista de El Colombiano y profesor universitario.